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Enzo Sarmiento

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La masacre navideña

December 17, 2018

Con el ruido de una ventana que se abre, así empezaba la magia de la Navidad. La primera Nochebuena fue en casa de los abuelos. No tenía ni tres meses, no sabía si era Navidad o San Fermín, pero daba igual, en aquella casa las fiestas ya nunca serían lo mismo. Con un peque en la familia el espíritu navideño sube más rápido de lo que baja el champán. 

Los primeros 15 años los pasamos así, la familia conducía a casa de los abuelos a celebrar que un señor gordo, doce campanadas y tres señores en camello se cruzaban en nuestro camino un año más. Otro año de poner el árbol, de decorar la mesa, de abrir regalos, del “no, abuela, no, que aún son los cuartos ”, en definitiva, otro año de magia. Pero, ¿en qué momento se pierde la magia? ¿En qué momento un monstruo verde y amargado asesina a ese alegre señor regordete que siempre viste de rojo? ¿En qué momento? ¿Hemos sido cómplices de asesinato y nos hemos dado a la fuga? 

Bendita inocencia. No sé si lo que voy a narrar a continuación es lo que ocurrió de verdad o es una recreación de mi mente a partir de historias de familiares y amigos. A mi me gusta creer que es la realidad, que todo aquello fue tan mágico que se quedó grabado a fuego en mis pequeñas neuronas. 

Todo empezaba con el ruido de una ventana. La cena de Nochebuena se caracterizaba por la abundante comida, un grupo de adultos pelándole langostinos a un pequeño déspota glotón amante del marisco y a dicho renacuajo consumido por los nervios con dos coloretes de un rojo preocupante. Pero no estamos aquí por la comida, todo empezaba con una ventana. Mi abuelo salía por la puerta de la salita para ir al baño, 30s después un estruendo resonaba en toda la casa. Se hacía el silencio, soltaba el langostino y agarraba el brazo de mi madre. ¡La ventana! !Ya estaba aquí! !Papá Noel estaba en casa y mi abuelo se había ido al baño! Bendita inocencia, nunca se me ocurrió relacionar acontecimientos. Estaba emocionado pero me podía el miedo. Me podía la idea de salir por la puerta, acercarme al salón y encontrarme de bruces con aquel señor, o peor, con los renos. Solo era capaz de correr hacia el baño alertando a mi abuelo del peligro. Lo último que quería era unos estúpidos regalos a cambio de entregarles a mi abuelo en bandeja. Siempre he sido bastante desconfiado. Aprovechándose de mi miedo, mi abuelo se había vuelto al baño, salía por la puerta y me acompañaba hasta el lugar de los hechos. Asomaba mi cabeza titubeante y la magia de la navidad se materializaba en nuestro salón. No sé que me sorprendía más si los regalos o el hecho de que galletas y zanahorias hubieran desaparecido. Las historias eran ciertas ¡Papá Noel era real!

Todo empezaba con una ventana. Una ventana era todo lo necesario para poner en marcha el mecanismo de la imaginación. Pero todo se acaba. Cada año la ventana se iba cerrando poco a poco hasta que ya no se abrió más, pero por qué. Es ley de vida, supongo. Los niños crecen, supongo. Empieza con un “Los Reyes son los padres”, le sigue un “Ya soy mayor para el árbol” y, en mi caso, acabó un 26 de diciembre de hace 12 años con un “se murió la Bisi (mi bisabuela)”. Ese fue mi punto de no retorno. Desde ese momento la Navidad pasó de casa de mis abuelos a casa de mis padres, de la ilusión de los regalos al estrés de comprarlos, de los grandes banquetes al agobio de cocinar, de compartir habitación con la Bisi a dormir en el sofá y dejar sitio a los abuelos, de la magia y la alegría al mal humor y al descontento. 

Creo que cuando mi bisabuela murió cerró de golpe aquella ventana y a partir de entonces, de forma silenciosa y disimulada, nos hemos dedicado a asestar puñaladas en ese traje de terciopelo rojo porque creemos que en él la sangre pasará desapercibida.

En la vida de toda familia tiene lugar una masacre navideña, esa fue la mía, ese acontecimiento que acaba con la fantasía infantil, ese algo que te fuerza a replantearte estas fechas y a verlo todo desde otra perspectiva. Lo que no sabemos es que esa masacre no nos obliga a decidir un camino u otro, no nos obliga a canalizar la energía de un pequeño Elfo de los bosques o a convertirnos en el temible Grinch. En efecto, ese fue mi error. Pero si de algo me he dado cuenta a lo largo de los años es que la dichosa ventana puede abrirse y cerrarse a placer. Que en Navidad no todo es paz, amor y luces de colores ni tampoco es agobio, desesperación y mal humor. La magia de la infancia se transforma en otro tipo de ilusión y sí, hay muchos momentos de estrés, no nos engañemos, Navidad no es Navidad sin una buena discusión. Por eso la clave está en dejar la ventana entreabierta y los carriles bien engrasados. No tenemos que elegir un bando y encomendarnos a él hasta el fin de nuestros días. Está bien, no lo llamemos masacre, llamémoslo nuevo punto de partida. 

Tags navidad, nadal, christmas, lifestyle, historias, humor, familia, ansiedad, magia
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Recuerdos de viajes mejores

May 13, 2018

Hace unos días, mientras esperaba en una cafetería, escuché por casualidad la conversación de un grupo de adolescentes que organizaban un viaje al extranjero para el mes de agosto. Parecían tenerlo todo muy bien planeado y estar muy seguros de sí mismos. Eran sus primeras vacaciones juntos y estaban convencidos de que iban a ser épicas. Me invadió la morriña y me puse a rescatar los recuerdos sobre mis primeros viajes, más concretamente, sobre mi primer viaje con amigos. 

Para mí, el mes de agosto siempre ha sido sinónimo de diversión, de planes, de libertad y a lo largo de mi vida una de sus semanas estaba reservada para las vacaciones familiares. Durante mis primeros años los destinos no eran muy elaborados, viviendo en el interior de Galicia los más populares eran la playa y Portugal; o la playa en Portugal. Cualquier destino que implicase agua era bien recibido. Corre el falso rumor de que en Galicia solo llueve, pero nada más lejos de la verdad, solo hace falta recordar la crisis del 98, año en que las abuelas gallegas acabaron con las existencias de factor 50. Todavía recuerdo el dulce sabor de la Nivea en mi boca. 

Para evitar posibles intoxicaciones y huir del calor de Galifornia, mis padres hacían las maletas y emprendíamos ruta al destino seleccionado. Horas y horas encerrados en un coche sin aire acondicionado, donde las combinaciones musicales iban desde Depeche Mode hasta los Pitufos Maquineros pasando por un bucle infinito del Barbie Girl de Aqua. No nos juzguéis, todos tenemos un pasado, me gustaría ver vuestras listas secretas de Spotify. El caso es que por muy asfixiante que parezca, esas semanas tuvieron dos efectos muy importantes en mi: adoptar como propia la personalidad del Pitufo gruñón, y desarrollar un amor incondicional hacia los viajes. A día de hoy ninguno de ellos me ha abandonado. 

Este amor me llevó a hacer ese primer viaje del que os hablaba. El primero sin la supervisión de un adulto responsable. Tendría 18 o 19 años, el destino era Londres y me acompañaban siete amigos, cuatro de los cuales eran parejas, parejas que hoy en día ya no siguen juntas.  Éramos unos jóvenes aventureros, un poco paletos y con ganas de salir de Galicia para descubrir los rincones secretos de la vieja Gran Bretaña. Pero el destino no nos lo iba a poner fácil y antes teníamos que hacer una pequeña parada: Portugal. Como veis es un must en la vida del gallego. Es como esa ruptura que te cuesta superar. No aceptamos que lo nuestro se ha acabado, no estamos preparados para firmar los papeles del divorcio y hacerlo definitivo aferrándonos a excusas absurdas para vernos: que si toallas, que si manteles, que si el bacalao a la portuguesa… es duro, no os voy a mentir. La dependencia es tal que, por votación popular, el principal aeropuerto de Galicia no está en Santiago, está en Oporto, y fue ahí donde empezó todo.

Un coche, un avión y un bus nos trasladaron de las meriendas de la abuela al té con pastas del Buckingham Palace. Lo habíamos conseguido, estábamos allí. Habíamos atravesado un océano para visitar un país desconocido y nuestra primera gran observación fue: “¡mirad, mirad! ¡Vacas!”. Edificios icónicos del imaginario popular, un popurrí de acentos cantando en nuestros oídos, pero nosotros nos fijamos en las vacas. Llevábamos la palabra TURISTA escrita a fuego en la frente. Tras deleitarnos con la fauna local, y con las vacas, el bus nos dejó en Victoria Station para disfrutar de los que creíamos que iban a ser los mejores cinco días de nuestra vida.

Y allí estábamos los ocho en Victoria Station, un grupo de jóvenes adultos nacidos en los 90 que tenía como referente en la vida dos grandes obras maestras del panorama televisivo: “Friends” y “Los Simpson”. Nuestro grito de guerra era aquel “London Baby!!!” que Joey repetía y repetía en “El de la boda de Ross”. Lo que no sabíamos era que en aquel preciso momento, en aquella estación de Victoria, Joey y Ralph eran miembros honoríficos de MENSA comparados con nosotros. 

Pasaron 45 minutos hasta que nos dimos cuenta de que el lugar al que estábamos dando vueltas no era la estación, era un parking (bastante siniestro). No habíamos pasado ni dos horas en tierras británicas y ya nos habían timado en un Subway y éramos incapaces de encontrar la puerta de entrada a la estación, el viaje prometía. El ambiente se caldeaba, los nervios estaban a flor de piel, pero gracias a un amable señor que paseaba por aquel aparcamiento, situación que vimos como algo de lo más normal y que omitiríamos en la llamada de rigor a nuestros padres, encontramos la puerta que nos llevaría a la fase dos: el metro.

¿Recordáis la cara de Harry Potter la primera vez que cruzó el andén 9 y 3/4? Pues nosotros igual pero con un futuro menos prometedor esperando al otro lado. Un paraíso de tiendas, cafeterías y trenes se abrió ante nosotros. Os ahorraré la hora extra que fue el desastre de sacar los tickets, descifrar el mapa del metro y elegir el color de la línea que nos vendría mejor. Yo elegí la azul porque es un color que, según mi madre, me favorece, y si lo dice mi madre seguro que nos llevaba a buen puerto, pero no me hicieron ni caso. Después de un largo intercambio de opiniones en el que hubo llantos, risas y un caso agudo de exaltación de la amistad causado por un subidón de cafeína gracias a un supuesto decaf del Subway, acabamos en la línea negra. Ahora lo pienso y sigo sin comprender nuestra ignorancia ante los efectos que este viaje provocaría en nuestra amistad, era la crónica de una ruptura anunciada.

El color de la línea de metro debió darnos alguna pista, pero ignorábamos las señales, estábamos demasiado ocupados intentando encontrar el hotel. Tardamos pero lo encontramos. El barrio parecía el lugar perfecto para una convención de asesinos presidida por Jack el Destripador, pero nos había costado demasiado llegar como para ponernos exquisitos. «Si quieren un riñón extirpen sin molestar». Decidimos colgarnos las cámaras al cuello, guardar, mapas, libras y la chaquetita por si refresca y nos echamos a las calles londinenses con la mejor de las actitudes. Actitud que nos duró el trayecto del hotel al primer cruce, que traducido fueron unos 10 minutos, o dos canciones y media de los Beatles, que es lo que suele sonar en mi cabeza en momentos de estrés. Mientras decidíamos si tomar la calle A, la B, la C o la D yo tarareaba Yesterday recordando tiempos mejores. Divisamos a lo lejos Tower Bridge. Ahora era real, estábamos en Londres.

Esa primera noche tuve un sueño en el que dos vacas compartían una cena romántica mientras sonaba A Hard Day’s Night. En el menú cada una de ellas compartía con la otra la mejor parte de su solomillo y todo ocurría bajo la luz de la luna en un parking abandonado. El universo me hablaba, me mandaba señales luminosas pero, como de costumbre, lo ignoré y pasó lo que pasó. 

Durante los siguientes cuatro días ocurrieron situaciones como: 

  • Ataque de cuervos en la Torre de Londres.
  • Discusiones sobre el menú de la comida. 
  • Discusiones sobre el menú de la cena. 
  • Discusiones. 
  • Confusiones con el cambio de hora
  • Confusiones con las líneas de metro. 
  • Desapariciones en las líneas de metro. 
  • Horas de colas interminables con resultados decepcionantes.
  • Decepción a la hora de mear y descubrir que cobran por ello. 
  • Encuentro obligado con otros gallegos (hai un galego na lúa).
  • Más discusiones. 
  • Sonrisas falsas para las fotos.
  • Sonrisas falsas entre nosotros
  • Muchos: “Mamá, Papá, estamos bien”
  • Y otras situaciones, que repito, eran la crónica de una ruptura anunciada.

Fueron cinco días intensos que no dejaron indiferentes a nadie. En esos cinco días hicimos planes para irnos unos años a estudiar allí, planes para mudarnos a Londres de por vida, planes para robar las joyas de la corona, planes para acabar con tus amigos y colgarle el muerto a otro... los planes fueron degenerando con el paso de los días. Como ya he dicho, fue todo muy intenso. 

Echando la vista atrás puede que el viaje no fuese tan memorable como creía recordar, puede que volviésemos a casa siendo un grupo de amigos mucho más reducido que el de aquellos ocho soñadores que salieron de Portugal, pero la satisfacción de haber sobrevivido en el mundo real sin la supervisión de mamá y papá, y las ganas de repetir, no nos las quita nadie. Por eso, tras esta retrospección vacacional, me apuesto un bote de Nivea a que el viaje de estos chicos acabará en catástrofe, aunque ellos no se darán cuenta hasta años después, hasta el día que, esperando en una cafetería, escuchen a un grupo de adolescentes organizando su primer viaje y les haga recordar los fatídicos días de aquel mes de agosto. 

Nota: Los ocho amigos mencionados en la historia regresaron sanos y salvos a sus respectivas casas, no sin antes pasar por Portugal.

Tags travel, viajes, writing, escribir, ficción, lifestyle, galicia, londres, amigos, aventuras, portugal, verano, summer
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Un auténtico "hazmellorar"

February 2, 2018

Yo sabía escribir. Recuerdo una época en la que sabía escribir. Sentarse ante un folio en blanco era una vía de escape y no una tortura. Las palabras fluían, siempre aparecía la adecuada para cada situación, el número justo, ni una más ni una menos. Pero eso era otra época. Antes tenía un cerebro activo que vomitaba ideas con el propósito de crear grandes historias, ahora soy el afortunado propietario de uno que se debate entre el auge y el estancamiento. Intento que funcione pero no obtengo resultados. Digamos que la representación gráfica de mi mente podría ser la de una Bola 8 con dos respuestas de lo más alentadoras: “Pregunta en otro momento” y “no cuentes con ello”. 

Mantengo conversaciones conmigo mismo pero me resulta imposible, no paro de interrumpirme. Me encanta llevarme la contraria. Tiendo a ignorar cualquiera de mis consejos y acabo discutiendo, la mayor parte de las veces a gritos. Me saco de quicio. He probado la meditación, la terapia, hasta me apunté a un cursillo sobre dinámicas de cooperación, pero nada. Parece que mi parte racional y mi parte creativa no quieren ponerse de acuerdo. En una de nuestras conversaciones de madrugada, porque todos sabemos que la mejor hora para una charla existencial es a partir de las cinco de la mañana, llegamos a la conclusión de que todo este caos no había podido surgir de la nada. Unas cuantas películas de detectives y unos cuantos días de autoflagelación después, encontramos a dos posibles culpables: el miedo y el conformismo. 

Soy un escritor teórico. Me paso la vida pensando sobre qué y cómo escribir pero no lo llevo a la práctica. Lo que viene siendo un “quiero y no puedo”. Me cabrea. Y me da miedo. Miedo a juntar palabras y que no tengan sentido, miedo a que me malinterpreten, a no gustar, a no tener talento; miedo a que nadie me lea, a ser un fraude, a parecer un ignorante; miedo a ofender a alguien, a que mi opinión no sea válida, a hacer el ridículo; miedo a que me saquen de contexto, a equivocarme, a descubrir que no sirvo para esto. Vamos, que soy un auténtico "hazmellorar"… y un cobarde gilipollas. Si la inseguridad pudiera materializarse utilizaría mi cuerpo para comunicarse con el mundo:

 —Hola, soy la Inseguridad.

— Por favor, pasa.

Son ya muchas las veces que he llegado a casa y me he sorprendido esperándome, como una madre que espera a su hijo agazapada en la oscuridad del salón cuando este sale de fiesta para cantarle las cuarenta, y no es algo bonito de ver. Me pillo por sorpresa y me grito una y otra vez “¡escribe!”, “¡así no llegarás a nada!”… pero me doy la razón y me refugio en las series (darle al play es más fácil que afrontar la realidad). Si es que no me impongo, no me inspiro autoridad. Tengo menos personalidad que una losa de granito. Me ahogo en un vaso de agua medio vacío, porque medio lleno sería ponérmelo demasiado fácil. Pero antes no era así, ¿por qué ahora me conformo? Me refugio en el “nunca vas a escribir nada tan bueno como (inserte autor/a admirado/a de turno) para qué te vas a esforzar”. Lo que yo decía, un cobarde gilipollas. 

Pensé en hacer un viaje a la India para reencontrarme a mi mismo, hacer un “Come, Reza, Ama” de esos, pero soy de estómago delicado, ateo y un poco antisocial; así que me decanté por otra opción: la técnica de la culpabilidad. A mi madre le funcionaba cuando era pequeño, un solo “tú verás” y era capaz de hacer los deberes de todo el bloque.  ¿No vas a estudiar más? ¿No vas a llamar a tus abuelos? ¿No vas a entrenar? Mi respuesta siempre era “no” y la suya un “Tú verás”. Esas dos palabras se quedaban rebotando en la parte más profunda de mi cerebro y, a eso de las cinco de la mañana, la culpabilidad hacía acto de presencia aumentando mi índice de productividad.

Por ahora parece que está funcionando, aunque este no sea el texto más alegre del mundo, es un comienzo. Me he propuesto dos metas (en realidad son más de dos, pero no quiero agobiarme), la primera es recuperar la soltura y reconciliarme con las historias; la segunda es que me importe una mierda la opinión de los demás, si total hoy en día digas lo que digas y hagas lo que hagas te van a caer palos por un lado o por otro. La única solución para alcanzar estas metas es escribir, escribir y escribir. Sí, esa frase que ya he leído y escuchado cientos de veces pero no he hecho caso ninguna, esa misma. Escribir sobre lo que sea: esa pareja extraña de la biblioteca, el zumo de piña, la migración de la foca monje… lo que sea. Se lo he comentado a mi madre para ver que le parecía y me ha dicho “Tu verás”. Ahora sí que no hay vuelta atrás.

Teorizar ya no sirve de nada. Esas tardes de evasión y vida contemplativa han llegado a su fin, no puedo ponerme la zancadilla una y otra vez  porque, recordemos, yo sabía escribir. Recuerdo una época en la que sí sabía escribir y solo yo puedo hacer que vuelva. 

Tags writer, historias, writerslife, writersblock, bloqueo, lifestyle, blog, emociones, reflexiones, ansiedad, depresión, escribir, creatividad, opinión, miedo, propósitos, 2018, febrero
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NOTAS BREVES PARA SITUACIONES EXTENSAS

Enzo Sarmiento